Algo ha cambiado en Cáritas Diocesana de Canarias desde hace unos días. No se trata de una modificación de actitudes ni de compromiso, se trata de una ausencia. Y es cierto que en las instituciones nadie es imprescindible, pero también es verdad que los huecos que dejan algunas personas son más profundos, aunque sepamos que esa persona se haya derramado tanto y en tanta gente que su presencia se siga sintiendo detrás de cada puerta.
Después de 17 años de servicio, Clara Rodríguez Vega -sor Clara- es uno de estos ejemplos. Persona de confianza en la casa de dos obispos, cuatro delegados episcopales, dos directores, tres secretarios generales y de más de 200 trabajadores y trabajadoras que durante las dos últimas décadas han pasado por Cáritas Diocesana de Canarias. Por unas cuestiones u otras, es innegable que es una de las voces más autorizadas para hacer un análisis de la institución.
Su vinculación con la entidad ha escondido la historia de una mujer que nació en Tejeda, que se vino a Las Palmas de Gran Canaria en la década de los 70 y que, entre otras cosas, llegó a trabajar en la antigua Galerías Preciados y en una farmacia.
De un trabajo a un destino
“Me fui de Galerías porque ya sentía la llamada”, cuenta sor Clara. “Cuando se lo dije a mi jefe me preguntó que por qué si no iba a cobrar más y se me valoraba en la empresa me marchaba a otro sitio. Yo le respondí que las personas que iban a Galerías sólo querían comprar, mientras que las que acudían a la farmacia, iban por necesidad y porque de alguna manera se enfrentaban a una situación de sufrimiento, más grande o más pequeña, pero era otra realidad”.
Fue allí, trabajando en la farmacia a menos de cien metros del obispado, cuando alguien le habló de una monja que escuchaba y acompañaba a chicas jóvenes que sentían vocación de servicio y que se encontraba en la sede obispal. Le costó decidirse hasta el último momento –“recuerdo que cuando ya había tocado el timbre, me entraron ganas de echarme a correr”, confiesa-, pero después de varias reuniones decidió entrar el 27 de septiembre de 1975 en el postulado de la Compañía de las Hijas de la Caridad.
Ya en el seminario, en donde entró el 27 de mayo de 1976, mostraba que era una mujer de carácter. “No podían con nosotras”, cuenta con una sonrisa mientras recuerda a sus compañeras, que para entonces ya eran “mujeres con una experiencia laboral y personal importante”.
Su primer destino fue la guardería del Obispado, destino en el que permaneció seis años. Auxiliar de enfermería por entonces, decidió terminar el bachillerato, así que se matriculó de 3º de B.U.P. con la sorpresa de que ese mismo año la destinan a la comunidad que la Compañía tenía en La Aldea y que, ese mismo año en la localidad grancanaria, se suspendían las clases nocturnas, así que se vio “sentada en un pupitre y rodeada de un montón de gente joven que amenazaban” con echarla al Charco cuando llegaran la fiestas. “Durante todas las fiestas no salí de la comunidad, porque estaba segura de que si me pillaban en la calle habría terminado en el agua”, explica divertida.
Al año siguiente, la vida la lleva a La Orotava para prestar servicio en un hospital trabajando con ancianos y ancianas. Allí, en el Santísima Trinidad, durante cuatro años, asegura: “fui feliz con las viejitas”, y añade como una confidencia que resume su vida: “He tenido la suerte de encontrarme con gente buena, muy buena”.
Siguiendo su filosofía de servicio, respondió con un “aquí estoy” cuando se le pidió que la comunidad asumiera las clases de religión en dos centros de Las Palmas de Gran Canaria, pero a pesar de su disponibilidad no paró “de llorar en todo el trayecto del avión, hasta el punto que la chica que viajaba al lado ya no sabía qué decir” para consolarla.
En el año 1996 sirvió en un centro atendiendo menores con deficiencias psíquicas, y ya con los últimos coletazos del siglo XX, desembarca en Cáritas Diocesana de Canarias gracias a que el obispo Ramón Echarren pide la presencia de dos Hijas de la Caridad en la institución.
“Ya había una comunidad con tres hermanas en Cáritas”, recuerda, “pero nos destinan a sor María Jesús y a mí, pero no para estar en esa comunidad. Yo tengo que viajar a París para un curso de formación y a la vuelta ya mi compañera había asumido parte de las labores que el convenio disponía para nosotras, así que a mí me toca lo que quedaba, o sea, mucho”.
Desembarco en Cáritas
La primera vez que subió los 18 escalones que separan la calle de la puerta en el edificio de la Avenida de Escaleritas, sor Clara desconocía que durante 17 años esa iba a ser su rutina.
“Llegué sin tener ni idea, no sabía qué era Cáritas ni qué se hacía ni para qué. Sí, claro que sabía que existía, pero no había tenido ninguna relación con la institución, y fíjate”, dice, “ha sido mi vida”.
Al igual que había sucedido con lo demás destinos, sor Clara asumió el reto como una respuesta a la vocación de servicio de la Compañía de las Hijas de la Caridad y de su disposición a estar allá donde se le pidiera.
El secretario general de entonces, Pedro Gil, es quien le da la bienvenida. Ella confiesa sus dudas y limitaciones, pero Pedro la tranquiliza: “No te preocupes. Lo mejor es que no tengas ninguna referencia porque así te irás empapando en el terreno”, cuenta que le dijo.
Y así fue. “Fui aprendiendo lo que era Cáritas desde Cáritas”, dice sor Clara. “En este tiempo he vivido el siglo de oro” de la entidad.
Al recordar esas casi dos décadas, afirma: “Yo iba a Cáritas como Hija de la Caridad. Me sentía enviada, no voluntaria; enviada, no obligada. A día de hoy sigo sintiendo lo mismo. En estos 17 años no me he levantado un solo día que no tuviera ilusión por ir a Cáritas”.
“Yo he pasado por Cáritas y Cáritas ha pasado por mí. Ha sido una riqueza. Me he desarrollado como Hija de la Caridad. Las luchas, los buenos momentos, los peores, si he asumido puestos de responsabilidad… Nunca ha sido buscando un reconocimiento, siempre lo he vivido como un servicio”.
Explica que “cuanto más difícil estaban las cosas, más ganas había de llegar”, y asevera: “Siempre sentí que me faltaba tiempo y me sobran ganas”.
“No digo que antes fuera mejor o peor, pero sí que Cáritas ha evolucionado y ha tenido un periodo de crecimiento que nos ha llevado hasta donde no creíamos poder llegar”, indica.
“Yo llegué con cinco técnicos de zona, y cada uno contaba con cinco arciprestazgos. No había coordinadoras. En 17 años, pasaron más de cien técnicos y técnicas de zona. Faltaba el brazo que llegara al territorio y hoy somos territorio”, explica.
La persona, lo importante
No le hace mucha gracia que le pregunten qué rescataría de la Cáritas que se encontró al llegar con la que deja ahora, “no porque tenga problemas para hablar, sino porque no quiero que se malinterprete”, pero no puede evitar reconocer que “a medida que se ha ido creciendo, el trato personal también ha ido perdiéndose. Es normal”, justifica, “cuando éramos pocos, nos veíamos todos siempre, todos estábamos en todo y el trato era permanente, hoy se ha ido diluyendo. No digo que antes fuera la gente mejor, digo que no es lo mismo el trato entre cuatro personas que entre cien. Hoy las cosas se viven distintas, pero creo que siempre, lo importante, es la institución”.
En este sentido señala: “Creo que siempre he puesto a la persona por encima. Otra cuestión es la tarea que te toca desarrollar, y que esa tarea, al menos para mí, es un servicio. Pero la persona debe seguir siendo el eje sobre el que giramos”.
Durante la charla, sor Clara no puede evitar hacer un esfuerzo por aguantar algunas lágrimas, pero se le escapan cuando piensa en las compañeras y compañeros que deja. “Los últimos días han sido muy difíciles”, descubre, “no poder despedirme como quisiera, hacer como si no pasara nada, ir despacho por despacho sabiendo que era la última vez que iba a ver a los compañeros allí… Ha sido difícil. Entre otras cuestiones porque en cada uno de ellos he vivido historias, encuentros personales, me he reído y he llorado junto a muchos de estos compañeros y compañeras, y esas vivencias ya nadie me las puede quitar”.
Así que si se le pide que tenga un deseo para el futuro de Cáritas, no duda en contestar: “Espero que siempre haya alguien con quien se pueda contar cuando un compañero o una compañera lo necesite. Me gustaría que alguien asumiera ese papel de disponibilidad, que esté ahí siempre que alguien necesite ser escuchado, unas palabras, una ayuda… Ya sea por trabajo ya sea por un asunto personal, ya sean personas contratadas, voluntarias o usuarias”.
Tras de 17 años de servicio, se marcha “después de haber vivido este tiempo a tope”, reconociendo que “Cáritas ha sido algo más que 24 horas al día”, y siempre consciente de que había sido enviada, y con esa misma disposición, cuando su comunidad le comunicó que la necesitaban para otras misiones vinculadas con el colegio de Nuestra Señora del Carmen y de implicación en la comunidad, dijo lo mismo que ya había dicho al iniciar los destinos que precedieron al de Cáritas: “Aquí estoy”.
Última actualización: 6 de septiembre de 2014